martes, 24 de septiembre de 2013

"No hay lugar lejano"

TODO ES PRIVATIZABLE, HASTA LOS MUERTOS

“No hay un lugar lejano” es parte del vasto terreno del documental etnográfico nacional, allá donde “Los herederos” de Eugenio Polgovsky tomara la batuta de la nueva ola y que continuaran este año destacables trabajos como “Canícula” y con mucho mayor destreza “Cuates de Australia”. El interés está en retratar la comunidad rural en cuestión, el vigor está en quien le añade al relato la mejor estructura posible. En ese sentido Michelle Ibaven y su editora, la también documentalista Viviana García-Besné, carecen de la destreza de alguien como Everardo González, pero tienen a su favor la aguda visión de alguien como Polgovsky para saber que los rostros de sus protagonistas y sus circunstancias serán suficientes para incomodarnos o maravillarnos sin que importe demasiado la estructura que tome el relato.

El desencanto resalta en la mirada de muchos de los protagonistas de "No hay lugar lejano". La cineasta debutante Michelle Ibaven se limita a retratar a la comunidad de la Sierra Tarahumara sin tomar partido aparente entre el eterno conflicto de “la tierra es de quien la trabaja” y la ”solidaridad del progreso". Aunque es claro que está interesada en retratar un solo lado de la moneda. Ahí donde la directora no toma partido, el documental termina por adquirir un aire desolador. Los habitantes de la comunidad tarahumara señalan con rencor a los tipos que les intentan quitar sus tierras, casi como en aquellas películas del oeste donde los últimos indios parecían dar una última batalla casi perdida contra el hombre blanco.

El documental comienza señalando dicha batalla, donde a principios de los años ochenta del siglo pasado, una comunidad raramuri de la Sierra Tarahumara solicitaba a la Secretaría de la Reforma Agraria que le reconocieran el derecho a sus tierras, lo cual diera como resultado que algún torpe ingeniero mandado a investigar negara la existencia de dicha comunidad, pues es que esas cosas no pasan en México, han de ser leyendas rurales. El pueblo de Mogotavo respondería demandando a la Secretaría por negarles el derecho a existir. A partir de esa premisa, Ibaven contrasta a los viejos con un par de niños soñadores mientras contemplamos la belleza de las montañas de Copper Canyons, conocidas como las barrancas del cobre. Pero no se apure, que esto no es el país del engaño de niños pispiretos y don viejitos de “Cartas a Elena”, sino un crudo reflejo de una comunidad en vías de extinción que no comprende como es posible que el mundo civilizado no entienda de justicia: “La tierra ha sido nuestra, ¿con qué derecho nos la quitan?”.

Las cosas se han viciado tanto que algún viejo clama como la educación ahora sólo sirve para crear peones que sirvan al gobierno, no a seres pensantes que cuestionen al mismo y ahí es donde uno siente algún nudo en el estómago y se cuestiona si es que el viejo tendrá razón. Otro viejo clamará como los niños ya no saben ningún oficio, ni siquiera hacer arreglos florales. Los niños mientras tanto sueñan preguntándose que habrá más allá de las montañas, otra reflexión que será contrastada duramente en la escena final del documental.

El hogar es como el alma y es de mala suerte pisar donde descansan los muertos. Hay algo de misticismo en el arraigo que tiene esta comunidad con sus tierras. Arraigo casi incomprensible por los turistas que perturban la zona y encuentran horrible que haya gente que use a la montaña como cementerio. La misma comunidad vive en un aire de constante paranoia dónde hasta los niños se preguntan de dónde viene el miedo, quizá del aire, al cual hay que combatir con fuego.

Los mismos adultos lucen confundidos, no comprenden como su comunidad se ha llenado de chabolis, gente mestiza que no es del todo raramuri. Los niños usan playeras de algún equipo de Los Ángeles, de la selección mexicana y los adultos que claman permanecer en sus tierras usan alguna gorra de las playas de Cancún, ¿cómo no estar confundidos?. En palabras de uno de los personajes que da testimonio la zona ha sido invadida ya por algún malévolo empresario llamado Efraín Sandoval conocido como “el coyote” quien amenazaba a los “indios” a punta de pistola hasta que la muerte vino por él. Misticismo, leyendas, cuentos que esconden algo de verdad.

Lo cierto es que el que fuera dueño del Hotel Divisadero habría sido acusado de amenazas contra la comunidad indígena y de haber matado a alguien “por accidente”. El gobierno clama que todo lo que hace es invitando a la comunidad a ser participe de los beneficios, aunque uno se rasca la cabeza preguntándose cómo es que se puede hacer partícipe a una comunidad que según el mismo gobierno no existe.

La paranoia de los viejos resulta desoladora, como las rocas de los cañones que acompañan al paisaje, ahí donde los relámpagos de la destrucción son acompañados por armónicos de guitarra y donde la esperanza residirá en estos niños que ven el arcoiris acompañados de violines y guitarras, soñando con alguna vez aprender el oficio de cómo se construye una.

Si bien a Michelle Ibaven aún le falta el oficio de los grandes documentalistas del cine nacional, ella tiene la pertinencia de contar la historia de la comunidad de una forma que invita a la reflexión de un país dividido entre ricos y pobres, entre indios y mestizos, entre viejos y jóvenes. Un país lleno de maniqueísmo siempre confundido entre dos colores. No es una cinta agradable, no tiene una edición notable, pero el tema es tan pertinente como poderoso. Dicen que la privatización arrasará con todo, por ello en los habitantes de la Sierra Tarahumara se respira un aire de violencia contenida que sólo puede ser apaciguada por su místico arraigo, misticismo que proclama cómo podrán privatizar hasta a los muertos, pero no podrán negar nuestra existencia: "Existimos, aquí estaremos y no nos moveremos".

Antojito mexicano: Es como comerse un alacrán con todo y aguijón. Usted dirá que eso no existe pero yo estoy seguro que sí. Es más, manderemos a un ingeniero a investigar y a ver qué nos cuenta. Permanezca sintonizado.