TODO ES PRIVATIZABLE, HASTA LOS MUERTOS
“No hay un lugar lejano” es parte
del vasto terreno del documental etnográfico nacional, allá donde
“Los herederos” de Eugenio Polgovsky tomara la batuta de la nueva
ola y que continuaran este año destacables trabajos como “Canícula”
y con mucho mayor destreza “Cuates de Australia”. El interés
está en retratar la comunidad rural en cuestión, el vigor está en
quien le añade al relato la mejor estructura posible.
En ese sentido Michelle Ibaven y su editora, la también
documentalista Viviana García-Besné, carecen de la destreza de
alguien como Everardo González, pero tienen a su favor la aguda
visión de alguien como Polgovsky para saber que los rostros de sus
protagonistas y sus circunstancias serán suficientes para
incomodarnos o maravillarnos sin que importe demasiado la estructura
que tome el relato.
El desencanto resalta en la mirada de
muchos de los protagonistas de "No hay lugar lejano". La
cineasta debutante Michelle Ibaven se limita a retratar a la
comunidad de la Sierra Tarahumara sin tomar partido aparente entre el
eterno conflicto de “la tierra es de quien la trabaja” y la ”solidaridad del progreso". Aunque es claro que está
interesada en retratar un solo lado de la moneda. Ahí donde la
directora no toma partido, el documental termina por adquirir un aire
desolador. Los habitantes de la comunidad tarahumara señalan con
rencor a los tipos que les intentan quitar sus tierras, casi como en
aquellas películas del oeste donde los últimos indios parecían dar
una última batalla casi perdida contra el hombre blanco.
El documental comienza señalando dicha
batalla, donde a principios de los años ochenta del siglo pasado, una
comunidad raramuri de la Sierra Tarahumara solicitaba a la Secretaría
de la Reforma Agraria que le reconocieran el derecho a sus tierras,
lo cual diera como resultado que algún torpe ingeniero mandado a
investigar negara la existencia de dicha comunidad, pues es que esas
cosas no pasan en México, han de ser leyendas rurales. El pueblo de
Mogotavo respondería demandando a la Secretaría por negarles el
derecho a existir. A partir de esa premisa, Ibaven
contrasta a los viejos con un par de niños soñadores mientras
contemplamos la belleza de las montañas de Copper Canyons, conocidas
como las barrancas del cobre. Pero no se apure, que esto no es el
país del engaño de niños pispiretos y don viejitos de “Cartas a
Elena”, sino un crudo reflejo de una comunidad en vías de
extinción que no comprende como es posible que el mundo civilizado
no entienda de justicia: “La tierra ha sido nuestra, ¿con qué
derecho nos la quitan?”.
Las cosas se han viciado tanto que
algún viejo clama como la educación ahora sólo sirve para crear
peones que sirvan al gobierno, no a seres pensantes que cuestionen al mismo y ahí es donde uno siente algún nudo en el estómago y se
cuestiona si es que el viejo tendrá razón. Otro viejo clamará como
los niños ya no saben ningún oficio, ni siquiera hacer arreglos
florales. Los niños mientras tanto sueñan preguntándose que habrá
más allá de las montañas, otra reflexión que será contrastada
duramente en la escena final del documental.
El hogar es como el alma y es de mala
suerte pisar donde descansan los muertos. Hay algo de misticismo en
el arraigo que tiene esta comunidad con sus tierras. Arraigo casi
incomprensible por los turistas que perturban la zona y encuentran
horrible que haya gente que use a la montaña como cementerio. La
misma comunidad vive en un aire de constante paranoia dónde hasta
los niños se preguntan de dónde viene el miedo, quizá del aire, al
cual hay que combatir con fuego.
Los mismos adultos lucen confundidos,
no comprenden como su comunidad se ha llenado de chabolis, gente
mestiza que no es del todo raramuri. Los niños usan playeras de
algún equipo de Los Ángeles, de la selección mexicana y los
adultos que claman permanecer en sus tierras usan alguna gorra de las
playas de Cancún, ¿cómo no estar confundidos?. En palabras de uno
de los personajes que da testimonio la zona ha sido invadida ya por
algún malévolo empresario llamado Efraín Sandoval conocido como
“el coyote” quien amenazaba a los “indios” a punta de pistola
hasta que la muerte vino por él. Misticismo, leyendas, cuentos que
esconden algo de verdad.
Lo cierto es que el que fuera dueño
del Hotel Divisadero habría sido acusado de amenazas contra la
comunidad indígena y de haber matado a alguien “por accidente”.
El gobierno clama que todo lo que hace es invitando a la comunidad a
ser participe de los beneficios, aunque uno se rasca la cabeza
preguntándose cómo es que se puede hacer partícipe a una comunidad
que según el mismo gobierno no existe.
La paranoia de los viejos resulta
desoladora, como las rocas de los cañones que acompañan al paisaje,
ahí donde los relámpagos de la destrucción son acompañados por
armónicos de guitarra y donde la esperanza residirá en estos niños
que ven el arcoiris acompañados de violines y guitarras, soñando
con alguna vez aprender el oficio de cómo se construye una.
Si bien a Michelle Ibaven aún le falta
el oficio de los grandes documentalistas del cine nacional, ella
tiene la pertinencia de contar la historia de la comunidad de una
forma que invita a la reflexión de un país dividido entre ricos y
pobres, entre indios y mestizos, entre viejos y jóvenes. Un país
lleno de maniqueísmo siempre confundido entre dos colores. No es una cinta agradable, no tiene una edición notable, pero el tema es tan pertinente como poderoso. Dicen que
la privatización arrasará con todo, por ello en los habitantes de
la Sierra Tarahumara se respira un aire de violencia contenida que
sólo puede ser apaciguada por su místico arraigo, misticismo que proclama cómo podrán privatizar hasta a
los muertos, pero no podrán negar nuestra existencia: "Existimos,
aquí estaremos y no nos moveremos".
Antojito mexicano: Es como comerse un alacrán con todo y aguijón. Usted dirá que eso no existe pero yo estoy seguro que sí. Es más, manderemos a un ingeniero a investigar y a ver qué nos cuenta. Permanezca sintonizado.